Hace algunos años estuve haciendo sankirtana en Italia. Vivía en el templo y algunas veces me sobraban 2 o 3 horas para ir a Florencia a distribuir libros. Me iba con dhoti, kurta, y una tilaka bien marcada. Una de esas tardes era realmente dura; parecía como si todos se hubieran puesto de acuerdo para decirme que no. Ese día la gran mayoría de la gente contestaba: “lo siento, soy cristiano”, “no gracias, ya tengo la Biblia”, “yo ya tengo mi Dios, y se llama Cristo”. Otros me decían: “soy católico, apostólico y…”, “…y romano”, continuaba yo, demostrando que me había aprendido su mantra.

Después de 2 horas me encontraba mentalmente fatigado y enfadado con lo que yo juzgaba como hipocresía. “Ya tienen la Biblia”, pensaba yo, “y no pueden aceptar un libro de Prabhupada por miedo a que los confunda de sus puros principios Cristianos. Pero eso sí, siempre encuentran tiempo para leer sobre los chismes de los “artistas”, tiempo para la  televisión, y participan de inmensas formas de inmoralidad”.

Así que estaba disgustado.

En frente de la plaza de la Stazione donde estaba intentando sankirtana, había una Iglesia muy grande y bonita, con apacibles jardines y grandes patios. Viéndola como un remanso pacifico decidí entrar y cantar una ronda de japa, y entré a la nave principal donde había un enorme Cristo crucificado, colgando del techo. Le preste mis reverencias con las manos y comencé a quejarme: “Mi querido Señor: parece que todos allá afuera son cristianos, todos dicen seguirte pero nadie está interesado en ti, nadie está interesado en Dios, nadie parece interesado en tomar un libro de Prabhupada y se excusan conmigo poniéndose etiquetas religiosas. Mi querido Señor, tu eres un Devoto tan grande y tan puro, pero con toda mi humildad, me parece que tus supuestos seguidores son materialistas y alejados de tus principios.” Me quedé cantando japa en frente de él, después le pedí disculpas por si había cometido alguna ofensa, le presté mis reverencias y me fui a la estación para tomar el bus de regreso a Villa Vrindavana.

Después de comprar el boleto, se acerco a mí un joven monje franciscano. Tendría unos 27 años, iba vestido con su túnica, sus sandalias, su cinturón, su corte franciscano, una barba y traía su Biblia. Entonces me abrazó, y comenzamos a conversar alegremente sobre Dios y el proceso de rendición al Señor. Entonces me dijo: “mira, ven para acá para que nos vea toda la gente y puedan ver que somos amigos y no hay diferencias entre nosotros”; de hecho, toda la gente de la estación nos estaba mirando. Le hable sobre el mantra Hare Krishna y finalmente le dí un Bhagavad-Gita, el cual aceptó con gusto. Mi ashrama y su monasterio estaban en direcciones distintas, nuestros autobuses se separaron y nos dimos un abrazo de despedida.

De regreso a Villa Vrindavana me percaté que este joven devoto había sido mandado por Jesús, para informarme amorosamente que sigue habiendo gente sincera que recorre la vía que Él trazó de regreso a Dios.

“Entre miles y miles de hombres, quizá uno buscará la perfección,  entre miles que la encuentran tal vez alguno me conoce verdaderamente”. (Bhagavad-gita 7.3)

 

Bhakta Leonardo
México

Categorías: Historias

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