Estaba con otros devotos distribuyendo libros por los pueblos de Lithuania. En Darbenai, uno de los pueblos más grandes, las casas que visitaba eran poco más que chozas. Me preguntaba cómo podía sobrevivir la gente en lugares así. Prácticamente nadie mostraba interés por los libros.

Krishna finalmente me llevó a una casa grande con varios coches grandes aparcados en el patio. Me recibió el hijo del dueño, pero, aunque le gustaron los libros, no tenía dinero. Me sugirió que buscase a su madre. Como es costumbre en esas aldeas, me puse a pegar voces: «¡Señora! ¡Señora!». La señora asomó la cabeza por la puerta. Era una mujer enorme, y en su presencia me sentí muy poca cosa. «Mi hijo estaba de broma», me dijo. «Ninguno de nosotros necesita a Krishna. Y tú me resultas sospechoso». Traté de convencerla de que me dejase entrar en la casa, pero volvió a decir: «No necesitamos a Krishna». Finalmente decidió librarse de mí comprándome un libro.

Al día siguiente fui al Instituto de Enseñanza Media. Primero me recibió el profesor de gimnasia. Le dije de qué trataban los libros y él, con entusiasmo, me presentó a los demás profesores. Al final llegamos a la biblioteca. Puse ante la bibliotecaria la colección completa.

«¡Ah!», exclamó. «He buscado estos libros por todas partes ¿Cuánto cuesta la colección?».

Los libros eran caros para Lithuania, pero la bibliotecaria no quería perder la oportunidad, de modo que nos llevó a la oficina del director.

El director, que parecía muy generoso, dijo: «¡Ah, Krishna!». Entonces dijo a los profesores: «Decidid vosotros. Si os gustan, id a ver a la contable. Es la responsable de la cuestión económica».

Cuando mencionó el nombre de la contable, todos quedaron en silencio. Comprendí que habría problemas.

La bibliotecaria, los profesores y yo, llenos de ansiedad, fuimos a la oficina de la contable. Llamé a la puerta, y cuando se abrió, allí estaba de nuevo la enorme mujer que había encontrado el día anterior. «¿Qué hacen aquí estos borrachos?», gritó. «Ya le compré un libro por compasión».

Tratando de mostrarme firme, puse sobre la mesa, ante ella, la colección completa. En torno a mí, un grupo de veinte profesores.

«¡No necesitamos esos libros! ¿Entiendes? ¿Cómo te atreves a venir aquí?».

Los profesores trataban de calmarla.

«Necesitamos esos libros. Probemos a…».

«¡No necesitamos esos libros! ¡El Instituto no tiene dinero para eso!».

El director asomó por la puerta y murmuró: «Muchachos, decidíos», desapareciendo rápidamente.

«¡No nos los quedamos!», decidió la contable.

Pero entonces, una profesora dijo: «Éste me lo quedo yo», y tomó un libro del montón.

«Pues yo me quedo éste», dijo otra.

Un minuto después, no quedaba ningún libro sobre la mesa.

La contable, perpleja, se puso a dar voces: «¡Devolvedlos! No tenemos dinero». Después, tras una pausa, cedió: «Bueno, tal vez sea posible. Vamos a probar. Asumo la responsabilidad».

Abrió la caja, contó el dinero y me lo dio.

Algunos profesores se quedaron libros a título personal, mientras la contable contemplaba la colección ante ella. Pensé que debía darle algo, de modo que dije a Mukunda, el devoto que conducía el coche, que trajese una postal de madre Yashoda con el niño Krishna.

«Esto es muy antiguo y es divino», le dije. «Por favor, medita en ellos; te protegerán de todos los problemas».

Los maestros la rodearon para ver qué era.

«¡Oh, me la robarán!», exclamó la contable. «Me la llevo a casa. Muchas gracias».

Su servidor,

Nityananda Rama Dasa
Rusia

Categorías: Historias

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